Nacionalsocialismo


lunes, 30 de junio de 2008

OFENSIVA AKUM -(F.A.S.D.R) FUERZA ANTI-SISTEMA DE RESTAURACION: OFENSIVA AKUM#links#links#links#links#links#links#links#links

OFENSIVA AKUM -(F.A.S.D.R) FUERZA ANTI-SISTEMA DE RESTAURACION: OFENSIVA AKUM#links#links#links#links#links#links#links#links

Nuestro honor se llama lealtad


NUESTRO HONOR SE LLAMA LEALTAD
Palabras de Miguel Serrano.
La lealtad a los nuestros, a los ideales, a la fe y a la esperanza, y a nuestros amigos y camaradas que entregaron sus vidas para preservarlos y defenderlos, haciéndolos así eternos.
Hace muy poco, en un día de tinieblas, en la fiesta de la luz de Ostara, en la Semana Santa, dejaba este mundo mi entrañable amigo y camarada belga, León Degrelle. Para aquellos que lo conocimos y para su propia esposa, parece algo increíble, porque él era inmortal, y lo decía: “¡El león no morirá jamás!". Así lo pensaban también sus camaradas de combate de la División Valona en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. En cien batallas, en primera fila, al frente de sus hombres, el General de las Waffen SS, Degrelle, era inalcanzable por las balas y los obuses; o bien, sobrevivía reponiéndose de las más graves heridas, para nuevamente ir al combate. Por ello, el Führer le condecoró con la Cruz de Hierro y, luego, con la Cruz del Caballero, la más alta condecoración impuesta por Hitler, quien declaraba: "¡Si yo tuviera un hijo, desearía que fuera como León Degrelle!".
En el exilio, en España, acaba de morir, justo en la semana de la Resurrección del Héroe. Tras la nigredo y la albedo, resucita en la rubedo, en el Domingo de Resurrección; Sontag, el Día del Sol y en un cuerpo de luz roja inmortal.
Hoy, junto con presentar la primera edición completa en castellano de la obra, también inmortal, del más grande genio de todos los tiempos, Mi Lucha, cuya edición hemos precisamente dedicado a "su hijo" en la gloria del combate eterno, le rendimos un homenaje a ese héroe, a ese camarada, a ese amigo, guía y ejemplo de las juventudes nacionalistas y nacionalsocialistas del mundo que jamás claudicara y mantuviera, con idéntica lealtad a la mía sus ideales hasta su último día aquí en esta envenenada tierra. Y en su recuerdo, hacemos llegar a su esposa, Jeanne, nuestro apoyo y aliento para que pueda sobreponerse a su dolor y tenga la fuerza necesaria para continuar divulgando los libros y la obra que Degrelle deja a su cuidado y de los camaradas que la ayudarán.
Sobre Mi Lucha se podrían decir mil cosas, citar tantos párrafos luminosos, vigentes cada hora, cada minuto de nuestros pobres días; sobre la inoperancia de la democracia, sobre la corrupción de los políticos, sobre la infamia del totalitarismo comunista y lo diabólico del capitalismo, triunfante hoy en la sociedad de consumo desatada, en la llamada "economía social de mercado" y en la usura legalizada con el interés del dinero. Porque —lo sabemos— fue el Nacionalsocialismo el único sistema, en toda la historia de los hombres en la tierra, que abolió el interés del dinero. Hitler decía: "Si yo te presto un ropero, tú no me devuelves ropero y media, sino el ropero; pero si un Banco te presto cien marcos, deberás devolverle ciento cincuenta y hasta doscientos, y de estos cincuenta, o cien, vive sin trabajar el usurero". Y junto con abolir el interés, fijó los precios, de manera que hasta el final de la guerra jamás hubo inflación en Alemania, reemplazando el "patrón oro" por el "patrón trabajo". Así, un obrero en el Tercer Reich debió sentirse mejor y más seguro que un rey en otro país. Ese fue un paraíso y, por ello, porque lo era, debieron destruirlo aquellos que se sentían en peligro de muerte al ser abolido el caldo de cultivo del tejido cancerígeno, con la desaparición del interés del dinero y de la usura. Y para que nadie se acuerde de que una vez hubo un paraíso sobre la tierra, toneladas de mentiras y de infamias han intentado cubrir en vano esa cumbre del paraíso, ese monte de Parsifal. ¡Pero no lo lograrán, porque aún estamos nosotros, recordándolo! Y cuando también debamos partir, ¡Más y más batallones vendrán un día a recuperarlo, y a destruir la infamia y la mentira, para al final vencer!
En este libro maravilloso, que ahora os entrego en su traducción completa, se habla de la vida, de la guerra, del hombre y también de la muerte. Y se dice: "Héroe es aquél que sacrifica su vida en defensa de la comunidad, de la Patria, despojado de todo egoísmo personal". ¡Sí, porque héroe es aquél que, sin saber o sin creer que existe alga más allá de su yo y de esta vida, está dispuesto a entregarla para un ideal! Y hasta los dioses le envidian, porque ellos saben que son eternos y que no pueden morir. En cambio, el héroe, sin saberlo, lo entrega todo, hasta su propia eternidad.. . ¡Sí, camaradas, porque la sangre de los héroes llega más cerca de los dioses que la plegaria de los santos...!
Y León Degrelle decía:
"Debemos todos nosotros estar preparados para lo más terrible. ¿La muerte, en medio de la humillación, no es, acaso, una forma de darse más todavía? El sacrificio no admite cálculos ni reservas. Si yo hubiera mentido, como nuestros enemigos, ¿a dónde habría llegado? Pero, sin embargo, creo, creo más que nunca, que sólo los idealistas podrán cambiar el mundo...".
"Al final, el Alma es lo único que le queda al Alma. . . "
¡Si, el Alma...!
Oí una vez a un escritor chileno decir:
"Sé que nada me ha sucedido sino la vida, y que nada me sucederá sino la muerte".
Pero yo sé que algo más que la vida me ha sucedido y que también algo más que la muerte me sucederá... Y esto también es válido para León Degrelle y para nuestro Führer, por supuesto, en cuyo cumpleaños os entrego esta revelación.
Heil Hitler! Heil León Degrelle!

sábado, 28 de junio de 2008


DOS DÍAS CON HIMMLER
P.— ¿Cómo le recibió Himmler?
R.— Himmler me esperaba al pie del vagón. Me abrazó. Resultaba sorprendente después de la larga pelea que había tenido con el general Berger, su colaborador más importante.
«Main lieber Degrelle, querido Degrelle— me dice, sonriendo—, todo está olvidado.»
Yo sonrío, claramente menos que él: «Qué es lo que está olvidado, Reichsführer?
Más bien desconcertado, se explica: «¡Ah!, que usted estaba contra nosotros durante la neutralidad belga. »
Me corresponde explicarme: «Yo no estaba ni contra ustedes ni a favor de ustedes. Yo era neutral. El interés de mi pueblo era quedar fuera de la guerra. Yo no tenía deberes más que para él. Por tanto, no hay nada que olvidar.»
«Bien, bien— asiente—. Está bien; ustedes se incorporan a las Waffen SS. »
Siento que voy a explotar: «En absoluto, Reichsführer. No nos incorporamos a las Waffen SS. ¿De dónde ha salido esa historia? Con el general Berger he tenido diez días de conversación tensa. Mire, ahí está, pregúnteselo. La conversación fracasó completamente e incluso nos hemos enfadado. No podemos entrar así a ciegas en las Waffen SS. Hay que sopesar y equilibrar semejante decisión. »
Luego, bruscamente, tuve una idea feliz. Miro a Himmler directamente a sus ojos: «Reichsführer, usted no conoce a mis soldados. ¿Por qué no viene a verles? Son unos tipos formidables.»
Himmler quedó sorprendido. «Pues sí; en el fondo es una buena idea. Berger, ¿tengo esta semana tiempo libre? ¿Mañana? ¿Dice que sí? Entendido. Partiremos esta noche. »
Las posiciones ya habían cambiado completamente. Era yo quien llevaba a Himmler a la grupa.
Tras esos cambios de impresiones pasamos a almorzar. Habían sido invitados una veintena de generales, evidentemente para impresionar al pobre visitante belga. Himmler incluso había invitado a Bormann. Así es cómo le conocí. No era en absoluta el hombre super importante que se ha descrito a las masas después de la guerra. Más bien era el adjunto discreto, con aspecto de cantinero. En absoluto fue el árbitro que disponía del porvenir del mundo.
¿Cómo colocarse en la mesa? Inmediatamente me arrellané a la derecha de Himmler, para dar a entender bien a todos aquellos generales que yo era un caudillo político, y que era más importante ser el portavoz de un país que llevar entorchados. Los militares deben servir a la política de un pueblo y no mandarla.
A las seis o siete de la tarde subíamos al tren.
P.— ¿Cómo transcurrió ese viaje?
R. —El tren especial de Himmler, como el de Hitler, en el que iba a pasearme después alguna vez a través de Europa, era todo un mundo: amplio salón de conferencias, comedor, dormitorios, sala de secretarias, sala de radio, sala de estenografía, sala de teléfonos, cocinas, dormitorios del personal. Se podía telefonear a cualquier sitio de Europa.
En esta atmósfera me encontré inopinadamente cara a cara con Himmler, el número dos del III Reich. Estaría con él un buen número de horas, puesto que teníamos que recorrer la Prusia oriental y toda Polonia antes de llegar a nuestro campamento.
Pasamos a la gran mesa de reuniones. El combate iba a comenzar. El hombre que tenía frente a mi apenas le conocía, pues era la primera vez en mi vida que me veía con él. Conocía personalmente a Hitler desde 1936, pero Himmler, de quien verdaderamente dependía en aquel momento nuestra suerte, era para mí, en el fondo, un desconocido. Y un desconocido de un poder temible, puesto que las Waffen SS del frente— que no hay que confundir con unos miles de policías SS que guardaban los campos de concentración—, esas Waffen SS, estaban adquiriendo unas proporciones gigantescas e iban a convertirse en el verdadero motor de la nueva Alemania o, más exactamente, de la nueva Europa.
Himmler era un hombre que parecía bastante desmedrado. Tenía ojos pequeños y parpadeantes, de miope. Unos carrillos magros. Nariz pálida. No era precisamente un modelo de fortachón. Uno se preguntaba qué pasaba detrás de sus lentes. Acompañado por el grueso general Berger— mudo como un mamut congelado—, Himmler estaba allí, justo delante de mí, agradable y temible.
Yo iba a jugar a fondo. Porque en la vida hay que jugar a fondo. Hay que saber lo que se quiere; si no, no vale la pena. Ahora bien, lo que yo quería era, evidentemente, lo contrario de lo que deseaban los Berger y compañía, que trataban de que los miles de voluntarios belgas pasasen incondicionalmente bajo las órdenes de un mando de las SS, al igual que las demás unidades de las Waffen SS europeas, y tal como la Legión flamenca, incorporada en agosto de 1941.
P.— ¿Puede contarnos más en detalle esa negociación que tuvo con Himmler?
R.— La gran discusión comenzó inmediatamente.
Tanto a Hitler, que se mantenía al corriente por teléfono, como a Himmler, plantado ante mi y todo sonrisas, les iba a presentar inmediatamente nuestras propuestas, que en realidad eran condiciones.
Para mí había una cosa clara: nosotros, los combatientes belgas del frente del Este, nos considerábamos representantes de nuestro pueblo. Y en eso yo sabia que estaba en la línea exacta de la doctrina hitleriana. En la concepción hitleriana del poder político la base de todo era el pueblo. No los partidos. No los bancos. No las pequeñas combinaciones. Sino la gran realidad carnal que es el pueblo. En consecuencia, cuando gané la partida, Hitler me dio la razón hasta tal punto que me reconoció como «volksführer», es decir «caudillo del pueblo».
Entonces, sin rodeos vanos, le dije a Himmler lo que diría después personalmente a Hitler, y repetiría a los alemanes hasta el momento en que todo se puso en orden: «Mientras nuestro pueblo no esté integrado en la comunidad europea como pueblo igual y libre, no podemos hacer concesiones, y debemos cerrarnos en banda sin ceder nada de lo que somos.»
P.— Esto era algo tremendo. ¿Cómo reaccionó Himmler?
R.— Himmler empezó por decir que, evidentemente, era preciso que, como en todas las unidades de las Waffen SS, tuviésemos un mando alemán. «Imposible, al menos por el momento», le respondí. Cuando la gente de mi pueblo ejerza tareas de mando en las grandes unidades militares alemanas, cuando dos o tres gobernadores originarios de mi pueblo dirijan provincias alemanas convertidas en europeas, cuando ministros procedentes de mi comunidad popular tengan en sus manos uno o dos ministerios de una Europa unida, entonces sí se podrá hablar, y con el mayor placer, de interdependencia. de compenetración, y no de dominación. Pero mientras no lleguemos a ello no podemos dejarnos absorber sin garantías formales y debemos conservar íntegra la personalidad de nuestro pueblo.
«Que tengamos interés en protegernos— añadí—, manteniendo con firmeza ciertas prerrogativas, no tiene nada de hiriente. La política no es sentimentalismo. La vuestra, no más que la nuestra. Como políticamente la suerte de nuestro pueblo aun no está resuelta, sólo podemos considerar una acción en equipo con las Waffen SS si conservamos, en primer lugar, nuestro mando, condición indispensable, y, en segundo lugar, que nuestra lengua siga siendo la de nuestra unidad, porque la lengua es el elemento número uno de auto defensa de cualquier pueblo.»
P.— ¿No quería usted la lengua alemana en su unidad?
R.— «Ustedes— le dije a Himmler— han impuesto la lengua alemana a las unidades flamencas. Es un error, pues la lengua flamenca forma parte de la personalidad del pueblo flamenco. Para nosotros, que somos «germanos de lengua francesa», nuestra característica es precisamente que somos de lengua francesa, y en esto no es posible transigir. Y digo incluso que llego a tal punto, que no permitiré por ahora a nadie el uso de la lengua alemana en nuestra unidad.
Después, ya se verá. Todos los europeos conocerán, sin duda, algún día el alemán, segunda lengua convertida en vínculo de unión general. Mientras tanto, nuestra propia lengua es una defensa. En la Europa que está por construir debemos protegernos. Sin nuestra lengua quizá nos hundiríais.>>
P.— Prácticamente ¿como esperaba usted meter una unidad que halaba francés en el dispositivo militar del III Reich, mandado en alemán?
R.— Es un hecho que yo nunca admití oficiales alemanes en ningún puesto, de mando en el seno de nuestras unidades valonas, ni siquiera en los puestos más modestos. Jamás tuvimos colaboradores alemanes, salvo en las funciones técnicas y servicios de enlace. Ni un solo alemán mandó nunca entre nosotros una simple compañía. E incluso esos alemanes que actuaron como especialistas siempre tuvieron que hablarme en francés y llamarme «Chef». Seria de mi de quien recibirían ascensos y medallas cuando llegué a comandante jefe de división. Resultaba incluso algo raro: alemanes obteniendo galones y condecoraciones de su país solo si un valón se los concedía. Hasta ese punto llego a aceptar Hitler la idea de la igualdad de todos en el seno de una Europa común.
No había ni remotamente nada de vanidad por nuestra parte en ese comportamiento: éramos excelentes camaradas de los militares alemanes que estaban de servicio con nosotros; pero quedaba bien claro que nuestra legión era en todo nuestro feudo, y en el mando teníamos que tener prerrogativas iguales a las de cualquier comandante jefe alemán.
A Himmler le expuse durante varias horas mi punto de vista, amablemente pero con firmeza. Yo siempre he dicho todo con firmeza, pues andar con cumplidos no sirve de nada. Hay que explicar claramente y con franqueza lo que se piensa, y, de vez en cuando, con un guiño, una palabra amable o una broma que haga reír, apacigüen y resuelvan el asunto.
P.— ¿Cómo reaccionó Himmler?
R.— Con calma. E incluso amablemente. A medida que la discusión proseguía yo iba obteniendo, etapa por etapa, tres concesiones capitales: tendríamos nuestro propio mando, conservaríamos nuestra lengua y seguiríamos con nuestras banderas nacionales.
También la bandera era un símbolo para nosotros. Ceder en la bandera hubiese sido ceder moralmente en muchas otras cosas. Nosotros llevamos al frente ruso una bandera que se remontaba a lo más remoto de nuestra historia: el espléndido estandarte rojo y blanco de la cruz de Borgoña— con los bastones nudosos de San Andrés— que nuestros grandes duques de Occidente, a partir de la Edad Media, habían hecho ondear desde Frisia y Zelanda al Artois y al Franco-Condado. Carlos el Temerario lo había blandido en sus combates trágicos contra Luis Xl, en Suiza y en Alsacia. Nuestras banderas de Borgoña habían conducido a los pueblos de los Grandes Países Bajos durante siglos. Habían atravesado los Pirineos para ser adoptadas por la España de Carlos V. Habían surcado con ella los océanos para ondear en veinte países de América y Asia. Esa bandera, para nosotros, era sagrada.
Por otra parte, le habíamos puesto los colores— negro, amarillo y rojo— de la Bélgica castrada de 1830, eso que queríamos al menos salvar, y en la medida de todas nuestras fuerzas y de nuestros sueños, engrandecer y glorificar.
También conseguí esto.
Y luego le dije a Himmler: «Evidentemente, conservaremos nuestro capellán. »
P.— Esto debió traumatizarle.
R.— Desde luego, era chocante. Un capellán católico en las Waffen SS jamás se hubiera imaginado.
«Escuche— le digo al Reichsführer—, hemos tenido con nosotros en el frente a magníficos sacerdotes. Han sido nuestros compañeros y nuestro apoyo moral en medio de los peores combates. ¿Cómo podría pretender usted entonces, soldado y jefe, que pongamos en la calle a tan valiente compañeros de lucha, justo cuando vamos a ingresar en las Waffen SS?»
Ese argumento fue decisivo. Un soldado no podía echar a otro soldado. Había ganado la batalla de los curas.
Tampoco podíamos ceder en este punto. No es que yo fuera clerical. Todavía me dolían los chichones de los baculazos que me asestó en 1937 el primado de Bélgica. Pero nuestro pueblo era religioso y no quería sufrir presión alguna en ese aspecto. Convencí de tal modo a Himmler, que no sólo tuvimos nuestros sacerdotes, sino que, a continuación, otros sacerdotes fueron capellanes católicos en otras unidades de las Waffen SS.
El más famoso de ellos fue monseñor Mayol de Lupé, de la División francesa de las Waffen SS, prelado a la vez truculento y cortés en extremo. Con la tez escarlata como la de un canónigo de Borgoña, y el rostro alegre y exuberante, hubiese decorado espléndidamente el «Libro de Horas» de un primitivo flamenco. Recto sobre su montura, recorría incansable la estepa. Como Pedro el Ermitaño, estaba dispuesto a abrazar a los infieles, pero también a romperles el cráneo a golpes de crucifijo si era preciso. Fue, en el frente del Este el oficial más pintoresco de la División «Carlomagno». Si hubiésemos ganado habría sido un magnífico cardenal de París. Muy distinto a los demócratas prelados de hoy, siempre dispuestos a arrimarse al sol que más calienta, y a abrazarse con el rabino de enfrente.
Nunca les pedí a nuestros capellanes valones que fueran rexistas. Al contrario, les decía: «Que sean rexistas o no, importa poco; su trabajo está en las almas y no en las opiniones políticas, papeletas de voto o reivindicaciones sindicales. Sólo quiero en nuestras filas curas santos. »
Fue así, con el acuerdo de Himmler, como la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana entro en 1943 en las aguas bautismales de las Waffen SS.
P.— ¿Como termino su entrevista nocturna?
R.— El asunto de los curas era pan comido, como los demás. Nuestro debate duró algo así como siete u ocho horas. Había obtenido la conformidad de Hitler y de Himmler a todo lo que había reclamado durante semanas en Berlín y siempre se me negó. Y todo esto en presencia del mismo Berger, con la lengua pegada como si se hubiera tragado un bidón de goma. No movió las mandíbulas en toda la noche. Himmler, al acabar, estaba entusiasmado. Ordenó traer champán francés. Se brindó por la gloria de nuestra unidad. A las tres de la madrugada nos despedíamos.
Nos separamos, pero no para dormir. Al menos yo. En seguida voy al vagón-literas de las secretarias de Himmler. Las había muy guapas. Llamo a la puerta. Aparece una joven Gretchen desgreñada, muy rubia y en camisón: « Señorita, por favor, vístase, que vamos a trabajar.» De tres a siete de la mañana, ayudado por mi traductor, que tampoco se fue a dormir, dicté en francés y en alemán el texto completo de la entrevista.
P.— ¿Desconfiaba todavía?
R.— Más vale gorrión en mano que diez águilas inaccesibles. Permanecí prudente. El tren había rodado durante el resto de la noche. A las siete y media se desayunaba. Saludo a Himmler y le presento mis folios: «Creo, Reichsführer, que lo más sencillo, para que todo quede muy claro, es ver si lo que hablamos lo hemos comprendido exactamente de la misma manera. Con ese fin he pasado a limpio nuestra conversación.»
« ¿No ha dormido usted ? »
«La noche, querido Reichsführer, sirve también para trabajar. ¿Tiene usted la amabilidad de leer este texto? Es eso lo que convinimos?»
Estaba nervioso. Soltó entre dientes un «¡sí, sí!» No era, evidentemente, lo que con su habilidad había pensado. Pensaba quizá que luego esa conversación, y sobre todo sus promesas, se diluirían en la niebla de lo impreciso.
Se caló sus lentes y leyó mi texto, repitiendo sus «sí, sí, eso es; está bien así».
«En tal caso— susurré entonces—, como he hecho mecanografiar el texto en doble ejemplar, lo más práctico es que lo rubriquemos y conservemos una copia cada uno. Así no habrá luego discusiones.» Le entrego pues, engatusador, mi estilográfica. El la acepta más bien gruñendo. ¡Zas! Y pone dos veces, con su pequeña letra de pata de mosca, la firma de «Himmler, Himmler». Yo, en dos segundos, coloco dos grandes «León Degrelle».
Tenía mi carta. Carta que utilizaría hasta el fin.
Así entramos en las Waffen SS con unos derechos bien establecidos, por escrito y firmados por el propio Himmler, que nos garantizaba una posición de fuerza para siempre.
Más tarde, alguna vez, esta precaución se reveló como necesaria.
Recibí de Himmler, como suplemento, otros considerables favores. Nuestro reglamento se transformaría inmediatamente en una brigada motorizada de asalto. Íbamos así a convertirnos en una potente unidad de choque en el seno de las Waffen SS.
Obtuve también que nuestro comandante jefe, Lucien Lippert, número uno de la Escuela Militar belga, un táctico perfecto y un héroe espléndido siguiera siendo nuestro jefe y ascendiera al grado inmediato superior, es decir, al de Sturmbannführer de las SS.
Como medida de prudencia suplementaria, y dado que los teléfonos del tren especial permitían llamar a cualquiera y en cualquier sitio, durante la noche hablé por teléfono con Lucien Lippert. Le dije a media voz: «Voy con Himmler; esté en el andén de la estación de Meseritz; llegaremos allí hacia las once de la mañana. Quiero presentarle personalmente al Reichsführer antes de que vaya a pasar revista a nuestros soldados.»
Por otra parte, en el desayuno le dije a Himmler, como si fuese algo muy natural: «Nuestro comandante jefe irá a la estación para esperarnos. No seria más sencillo que comiésemos juntos en el tren? En seguida iremos al campamento. Así tendrá usted ocasión de ver a Lippert con calma y de juzgarle. Lippert es de Arlon; por tanto, de lengua alemana, y le agradará de verdad.»
P.— ¿Y su pequeño plan funcionó?
R.— A las once Lippert estaba en el andén, impecable, fuerte y rubio como un héroe germánico. Al finalizar el almuerzo hice que Himmler en persona le designase SS Sturmbannführer y le confirmase como jefe de nuestra nueva brigada. Una vez solucionado y bien asegurado todo esto partimos hacia el campamento. Todos nuestros muchachos estaban magníficamente alineados. Nuestros oficiales resplandecían como espejos.
Pero yo quería tener el éxito final con nuestro capellán. No porque fuese cura, sino por tratarse de un asunto simbólico, ya que había obligado a Himmler a hacer lo que nunca hubiese querido hacer. Himmler pasaba, saludaba y estrechaba la mano ceremoniosamente a los oficiales uno tras otro. Al llegar ante un bonachón comandante, bastante grueso, se lo presenté con voz estentórea: «¡El capellán católico de la SS Sturmbrigade Valonia!» Himmler le saludó con un resonante «¡señor cura!». En el mismo momento, ¡clic!, dos disparos de un fotógrafo.
Himmler se vuelve aturdido. «Pero, mein lieber Degrelle (mi querido Degrelle), ¿para qué esas fotos?»
Y yo le respondo, con la más amable de las sonrisas: «¡Pues para L´Osservatore Romano. Reichsführer! »
Estallido de risa general. Con buen humor había ganado también aquella pequeña batalla.
P.— Y de sus proyectos políticos, ¿qué dijo Himmler?
R.— Durante todas esas horas de conversación nocturna pude explicar cómodamente mis proyectos políticos al gran jefe supremo de las Waffen SS. Tener a Himmler durante horas a un metro de mi me permitió hacerme una idea exacta del personaje. Todo lo que le expliqué sobre mi gran plan de Occidente, Himmler lo escuchó primero más bien con sorpresa, luego con interés y finalmente dio su conformidad. Por otra parte, el mito borgoñón se remontaba a lo más profundo de las leyendas germánicas.
Mi plan no perjudicaba en nada a Francia. En aquel momento lo que contaba es que alguien del Occidente se instalase con solidez en esa palanca europea. Que fuese un gascón, uno de Turena, o como yo, un valón de sangre francesa, era exactamente lo mismo. Lo esencial era que alguien de Occidente alcanzase una posición de fuerza.
Esta posición política la alcancé hasta tal punto que Himmler llegó a dar su asentimiento por escrito, al estar de acuerdo en todo con lo que le expuse. Himmler— de acuerdo con Hitler —reconocía que, después de la guerra, se crearía un gran Estado llamado de Borgoña, que dispondría de su ejército propio, de sus finanzas, de su propia diplomacia e incluso de su moneda y servicios postales, y del que yo sería el primer canciller. Establecía incluso, en lo que yo no pensé nunca, que dispondríamos de un ancho pasillo hasta el Mediterráneo.
Ese texto no cayó en el vacío. Fue publicado. Uno de los antiguos ayudantes de Himmler, el doctor Kersten, lo reveló en su libro «Yo fui confidente de Himmler", en su contenido exacto, dos años después de las hostilidades. El «Fígaro» de París reprodujo el texto, en lo que me concierne, el 21 de mayo de 1947, en primera y tercera página, comentado por el embajador André Francois-Poncet, el primer especialista francés del III Reich. El «Fígaro>" con esos textos de Himmler y Francois Poncet, incluyó además el mapa correspondiente.
«El mundo» —declaraba Himmler— verá el renacimiento de la vieja Borgoña, ese país que fue el centro de las ciencias y de las artes.» Y precisaba: «Será un Estado modelo, cuya forma será admirada y copiada por todos los países. »
Francois Poncet analizó en el mismo «Fígaro» estas importantes precisiones referentes, como él dice, a ese «Estado de Borgoña, mimado y erigido en Estado modelo. »
El diplomático y académico concluye respecto a tales declaraciones: «Son de una autenticidad cierta.»
Es auténtico también el pronóstico de Himmler aportado por Kersten: «Creo que Degrelle, el jefe de los rexistas belgas, será el primer canciller de Borgoña. »
P.— "Y qué Significaba Francia en todo esto.;
R.— Añadiré con toda honestidad que esa lucha para reconstituir el viejo baluarte borgoñón fue ante todo, por mi parte, una manifestación de fuerza. Había suministrado la prueba de que podía hacer que los alemanes aceptasen un plan que cambiaba totalmente sus antiguos proyectos o prejuicios. Más allá, y por encima de la Borgoña, que era una etapa ante todo moral de mi ofensiva, yo quería que se enderezara todo el Occidente, restablecido en su unidad, su poderío y su personalidad milenaria.
No se trataba de disminuir Francia, sino de salir, todos juntos, del atolladero de 1940 y de llegar, arrimando el hombro unos y otros, a un mayor esplendor. Desde Marsella a Amberes, desde Sevilla a Nimega, de mejor o peor gana, todos debíamos solidarizarnos. Sólo contaríamos en el seno de una Europa unida si nos volvíamos a convertir en un todo. La decisión de Hitler y de Himmler de admitir mi plan borgoñón era el pedestal sobre el cual podría levantarse de nuevo la magnífica estatua del Occidente, entero y renovado, y duro como un mármol romano.
Sin esa resurrección plena, franceses o no, sólo hubiésemos sido unos desperdigados subordinados a merced de las decisiones de un gigante dominador.
Para nosotros, borgoñones quería decir: occidentales abriendo la primera brecha.
Y yo hacía de pico abriendo el paso.
Léon Degrelle.

mandamientos sieg heil
























































LOS 10 MANDAMIENTOS DEL NACIONALSOCIALISMO :I. SER HONESTO: Un nacional-socialista siempre afronta un hecho, le guste o no. La deshonestidad es un distintivo del enemigo, el cual ha falsificado la concepción de la vida humana, pasada y presente. El nacional-socialismo representa la verdad en la vida; en su forma más pura.II. CREER EN LO DIVINO Y EN UNO MISMO: El Dios del destino ayuda únicamente a aquellos que se ayudan a sí mismos. El Dios del destino solamente a os mejores, de entre los mortales, para enormes tareas destinadas sólo a una minoría. Este Dios sólo desea lo mejor para llevar a cabo la más alta tarea de la vida: La consecución del tipo humano perfecto. Entrégate completamente al destino y Dios te guiará en el combate. E incluso si fallas, sabiendo en tu corazón que luchaste en plenitud de posibilidades no tienes ningún motivo para sentirte avergonzado de ti mismo. Sin embargo, únicamente perderemos si bajamos nuestras armas a causa de nuestra cobardía y debilidad. Sólo existe una desgracia y es: la sumisiónIII. TEN FE EN TU RAZA: Nadie debe ser autorizado en malograr lo que la naturaleza creó en aras de la evolución racial. Tu más elevado propósito en la vida ha de ser el de mantener dicha evolución hacia una humanidad mejor, más fuerte y bella. La pureza de la más elevada de las razas es el requisito esencial para cualquier evolución superior.IV. LUCHA POR TU RAZA: Lucha por los sagrados ideales del nacional-socialismo, el corazón de tu gran raza. Únicamente en esta lucha demostrarás tu valía. Únicamente en este combate personificarás al hombre poseedor de espíritu valiente, dedicado y capaz de sacrificarse y hasta autoinmolarse. Nadie más puede mandar. El combate vital por la supervivencia llevó al hombre, desde la primitiva existencia simiesca del remoto pasado, a la magnificencia de la raza blanca. Nuestro combate seleccionará a los mejores; los cuales guiarán al ideal nacional-socialista hasta la victoria definitiva.V. ERES INDIVIDUALMENTE SUPERIOR: En este combate siempre serás sobrepasado en número; ya que el mejor ha de ser siempre y necesariamente la minoría. Las decisiones de trascendencia histórica nunca han surgido de las mayorías; sino únicamente de las minorías. Eres un portavoz de tu pueblo; deseas servir a tu raza.VI. AMA A TU HERMANO RACIAL: Permite que tu más intensa emoción sea la del amor a tu familia racial; a la cual entregas tu vida. No temas a los subhumanos -el enemigo racial-, y no los persigas. Eres su superior; pero no su dueño. Si has de combatir a los subhumanos jamás pierdas los estribos, llevado por el odio. Destruye, sin embargo, a tus enemigos - los de tu raza-, implacable y totalmente. Lucha en este reino de la violencia desaforada, y expande tu palabra de verdad acerca de los subhumanos y la amenaza que suponen para tu familia blanca.VII. PERFECCIONA A TUS PRÓJIMOS: ( Prójimo es próximo, intrínsicamente similar, parecido, igual,...; no cercano).Todos los hombres blancos son tus hermanos; a pesar, incluso, de que algunos no sean tan valientes o inteligentes como tú. Es tu deber como nacional-socialista informar a tus prójimos y alentarles el corazón con valentía. Muchos de tus corraciales han sido confundidos y embrutecidos, por medio de la perversa corrupción de nuestra alma racial; tú no debes odiarles, ni obcecarte, por su degenerada condición, sino tratar de limpiarlos y devolverlos a su familia racial, nido de donde fueron arrancados por modas y consumismos, degolladoras del alma blanca y su personalidadVIII. RECHAZA LA DECADENCIA: Decadente es cualquier cosa que desvirtúa tanto física como espiritualmente la salud y evolución de nuestra raza blanca. Identifícate tú mismo con la no-decadencia, y eleva tu descendencia racial e idealismo por encima de tu propia existencia personal. Tu idealismo es tu honor; todo ha de ser juzgado en relación a la mejora y supervivencia de nuestra raza. Cualquier cosa, o persona, que dificulte la existencia de nuestra raza y su perfección ha de ser extirpada y destruida. IX. EL MEJOR SIEMPRE DOMINA: Todos los grandes logros de la historia son obra de grandes líderes. La comunidad racial adquiere su mayor fuerza únicamente recurriendo al principio del liderazgo; el cual sitúa al mejor hombre en la cumbre. No existirá la grandeza sin un gran líder. La democracia es una enfermedad corruptora; el principio definió el preludio necesario para la inevitable destrucción. La democracia lleva al caos; del cual emergen los más crueles tiranos. El líder personifica, por su parte, las más elevadas voluntades y leyes de la vida.X. NADA ES IMOSIBLE: Cree en el viejo refrán: “DONDE HAY UNA VOLUNTAD HAY UN CAMINO”. Todo cae; menos el hombre de indómita voluntad. Es necesario, para nosotros, el sufrir crueles sacrificios, ya que hemos de endurecernos para el más decisivo combate de toda la historia.La victoria será exclusivamente para el más verdadero fanático y fuerte; para el mejor.

el hitlerismo y la donación de organos (MIGUEL SERRANO)


El Hitlerismo y la Donación de Organos
Se aceleran los signos del Apocalipsis. Cada vez más Chile se convierte en un satélite del Gobierno Mundial y de sus dictados psicotrónicos. Los medios de comunicación, la prensa, son controlados por “comisarios” ubicados en puestos claves; pertenecen al “pueblo elegido”.
Ya casi nada se publica sin su aprobación. Y la orgía, el frenesí actual de “donación de órganos”, aquí en Chile, es altamente sospechoso, pues la Biblia nos revela que ellos son el alimento preferido de Jehová. Y también lo serán del Mesías robótico, del Robot Genético, que pronto se entronizará en la cúspide de la Pirámide del Gobierno del Nuevo Orden Mundial.
La siguiente carta fue enviada a todos los medios de difusión del país. Sólo unos pocos la publicaron.
Señor Director:
La verdadera orgía político-demagógico-electoral de la donación de órganos es algo inmoral y escandaloso para quienes tienen un verdadero sentido espiritual y religioso de la vida. El cuerpo humano no es una maquina que pueda intercambiar tuercas, pernos y poleas. Además, “nadie se muere en las vísperas”, como dice la sabiduría popular. Prolongar la vida de un cuerpo mas allá de la hora del Destino (del Karma, como piensan los hindúes) es un pecado metafísico. O es un materialismo extremo; es no creer realmente en “un mas allá de la vida” y un terror pánico a la muerte.
Nos acercamos, así, a un fin de mundo, al parecer. La locura es colectiva, total. Se crearan “bancos de riñones”, “de hígados”, “de corazones”; se harán trasplantes con vísceras de animales. Con el tiempo se venderán en los supermercados, especificando las razas y los países: de Taiwán, de Indochina, de Japón. Será un negocio más, dentro de la economía social de mercado. Los donantes cobraran en vida. Y los hospitales y los médicos, felices. ¡Todo aprobado por el Parlamento! Los presidentes y vicepresidentes de las Cámaras altas y bajas se arrepentirán luego de su gesto altruista, de haberlos donado gratis; aunque se compensaran con los votos de sus electores agradecidos.
Hay una contradicción muy grande en la posición de la Iglesia Católica, al propiciar hoy entusiastamente la donación de órganos humanos, de los “restos mortales”, según se ha definido al cadáver. Cabe preguntarse: ¿y la “resurrección de la carne”? ¿Qué es lo que va a resucitar? ¿Un cascaron, una momia sin entrañas, sin riñones, sin ojos? ¿Así resucito Jesús? Para los espiritualistas, el cuerpo, con todos sus órganos, es la réplica de otro cuerpo espiritual, que aquí, en este plano de la Tierra, se “representa”, se reproduce, se plasma, siendo como el revelado del negativo, y, por lo mismo, también espiritual y no intercambiable. Todo esto debe ser devuelto a su origen con la muerte y, más aun, con la resurrección; puesto que sólo habría sido prestado. Lo demás es destruir el propio “negativo”, sin posibilidad alguna de otra reproducción ni menos de vida eterna. La disolución por los gusanos del cuerpo muerto no es su destrucción, sino una liberación de la energía de cada órgano, para restituirlo a su existencia invisible, de otra sustancia más sutil, espiritual, o más espiritual, donde cumple otras funciones que aquí nos son desconocidas.
En Chile estamos entrando en el callejón sin salida del más atroz materialismo. Las maquinas prolongan la vida de cadáveres vivientes; el trasplante de órganos, la cibernética, van a intervenir, modificando el Karma, alterando o contraviniendo la voluntad de la Divina Providencia, que es auténtico Amor.
La posición del Hitlerismo, del Nacionalsocialismo, es absolutamente contraria al trasplante y a la donación de órganos del cuerpo humano y también de los animales, y a la prolongación artificial de la vida. En la batalla de las Ardennes, casi al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los SS, gravemente heridos, que pudieron ser salvados con una transfusión de sangre extraña, prefirieron la muerte a aceptarla.
Esta es también nuestra posición extrema.

viernes, 27 de junio de 2008

El ideal nunca muere


¿QUIEN ERA HITLER?
Hitler -Ud. lo conoció-; ¿como era él? Me han preguntado esto mil veces desde 1945, y nada es más difícil de contestar. Aproximadamente doscientos mil libros han tratado sobre la Segunda Guerra Mundial y su figura principal, Adolf Hitler. ¿Pero ha sido el verdadero Hitler, el descubierto por alguno de ellos? "El enigma de Hitler está por encima de cualquier comprensión humana", sentenció una vez el semanario alemán Die Zeit. Salvador Dalí, artista genial, intentó penetrar en dicho misterio en uno de sus cuadros más dramáticos. Enormes montañas a lo largo de todo el lienzo, dejando sólo unos pocos metros iluminados de costa con unas diminutas figuras humanas: los últimos testigos de la paz que moría. Un enorme teléfono, del cual caían lágrimas de sangre, colgado de un árbol muerto; y por todos lados paraguas y murciélagos cuyos augurios eran los mismos. Dalí dijo "El paraguas de Chamberlain aparecía en el cuadro con una luz siniestra, más evidente por el murciélago, y me sorprendió cuando lo pinté como algo de una enorme angustia". El luego confesó: Consideré esta pintura como profética. Pero he de confesar que tampoco yo he desvelado el enigma de Hitler todavía. Me atrajo sólo como un objeto de mis locas imaginaciones y por ver en él a una persona que era capaz, como ninguna otra, de darle la vuelta a las cosas." Una gran lección de humildad para todas las críticas que han salido a imprenta desde 1945 con sus miles de libros 'definitivos', la mayoría insolentes, sobre el hombre que preocupó tanto a Dalí, que cuarenta años después seguía todavía angustiado e incierto ante la presencia de su propia obra alucinatoria. Aparte de Dalí, ¿quien más ha intentado alguna vez presentar un objetivo retrato de este extraordinario hombre a quien Dalí etiquetó como la figura más explosiva en la Historia de la Humanidad?.
Como la campana de Pavlov.
Las montañas de libros sobre Hitler, basados todos en ellos en el odio y la ignorancia, han hecho muy poco por explicar o describir al hombre más poderoso que el mundo jamás haya visto. Y pienso, ¿en que se parecen estos disparatados retratos de Hitler al hombre que yo conocí? El Hitler sentado al lado mío, de pie, hablando, escuchando. Se ha vuelto imposible decirles a las personas que todas las fantásticas leyendas que durante décadas han leído o escuchado en la televisión simplemente no se corresponden con la realidad. Las personas aceptan como realidad aquellas fantasías que les han repetido miles y miles de veces. Sin embargo nunca han visto a Hitler, nunca le han hablado y nunca le han oído hablar. El nombre de Hitler evoca inmediatamente la imagen de un demonio haciendo muecas, la fuente de todas las emociones negativas. Como la campana de Pavlov, toda mención a Hitler se realiza prescindiendo de la sustancia y realidad. En un futuro, sin embargo, la historia demandará algo más que estos brevísimos juicios de hoy en día.
Extrañamente atractivo.
Hitler siempre está presente ante mis ojos: como un hombre de paz en 1936, como un hombre de guerra en 1944. No es posible el haber sido testigo directo de la vida de un hombre tan extraordinario y no estar marcado para siempre. No pasa ni un día en que Hitler me viene a la memoria, no como un hombre muerto hace tiempo, sino como un ser real que camina por su despacho, que se sienta en su silla, que atiza los troncos ardiendo de su chimenea. Lo primero que uno notaba nada más verle era su pequeño bigote. Incontables veces le asesoraron que se lo quitase, pero siempre lo rechazó: la gente estaba acostumbrada a él como era. No era alto, no más que Napoleón o Alejandro Magno. Hitler tenía unos profundos ojos azules que muchos encontraban embrujadores, aunque yo no pensaba así. Tampoco noté la corriente eléctrica que decían que daban sus manos. Nos dimos la mano bastantes veces y nunca recibí esa corriente. Su cara reflejaba emoción o indiferencia según la pasión o apatía del momento. A veces parecía que estaba aletargado, sin decir nada, mientras su mandíbula parecía estar haciendo añicos un objeto en el vacío. Entonces se avivaría de repente y te dirigía una alocución como si estuviese hablando para cientos de miles en la explanada del Tempelhof en Berlín. Entonces se transfiguraba. Incluso su complexión, normalmente incluso apagada y fría, se encendía al hablar. Y en esos momentos puedo asegurar que Hitler era extrañamente atractivo, como si tuviese poderes mágicos.
Vigor excepcional.
Cuanto pudiera parecer demasiado solemne en un principio, el lo suavizaba con un toque de humor. La palabra pintoresca, la frase sarcástica estaban a su alcance. En un instante podía dibujar un cuadro de palabras, o salir al pase con una inesperada y convincente comparación. Podía ser discordante e incluso implacable en sus opiniones y ser al mismo tiempo sorprendentemente conciliador, sensible y agradable. Después de 1945 Hitler fue acusado de todas las crueldades, pero no era cruel su forma de ser. Amaba a los niños. Era algo totalmente normal en él parar su coche y compartir su comida con los jóvenes ciclistas que iban por la carretera. Una vez le dio su abrigo a un indigente que estaba empapado bajo la lluvia. A medianoche interrumpía su trabajo para dar de comer a Blondi, su perro. No podía comer carne porque representaba la muerte de una criatura viviente. Rechazaba que fuesen sacrificados para alimentarle, ya fuese un conejo o una trucha. Permitía sólo huevos en su mesa, ya que ello suponía que no se mataba al animal, que no se le hacía daño.
Los hábitos alimenticios de Hitler eran una fuente continua de sorpresas para mí. Como podía alguien, con una agenda tan apretada, que tomaba parte en decenas de miles de actos masivos, en los cuales salía completamente mojado por su sudor, que perdía muchas veces uno o dos kilos en ello; que dormía sólo tres o cuatro horas cada noche; y que, desde 1940 hasta 1945 llevó al mundo entero sobre sus espaldas gobernando sobre 380 millones de Europeos; ¿como, pensaba yo , podía sobrevivir físicamente con sólo un huevo cocido, unos pocos tomates, dos o tres tortas, y un plato de pasta?. ¡Pero de hecho ganaba peso! Sólo bebía agua. No fumaba ni permitía que se fumara en su presencia. A la una o dos de la noche podía estar hablando, cerca de su chimenea, despierto, y a veces divertido. Nunca mostró ningún síntoma de debilidad. Los que estaban con el podrían estar muertos de sueño, pero Hitler no. Fue descrito como un cansado hombre mayor. Nada más lejos de la realidad. En Septiembre de 1944, cuando se dijo que estaba senil, pasé una semana con él. Sus condiciones físicas y mentales eran excepcionales. El intento de asesinato que se realizó el día 20 no hizo más que aumentar su vigor. Tomaba el té en su cuarto tan tranquilo como si estuviese en el pequeño apartamento que tenía en la Cancillería antes de la guerra, o disfrutando con las vistas de nieve y claro cielo azul que se veían desde la gran ventana del Berchtesgaden.
Autocontrol de hierro.
Al final de su vida es cierto que su espalda se curvó, pero su mente permaneció tan despejada como siempre. El testamento que dictó con enorme entereza el mismo día de su muerte el 29 de Abril de 1945 nos sirve de prueba de ello. Napoleón en Fontainebleau no estuvo sin momentos de pánico antes de su abdicación. Hitler simplemente dio las manos a sus camaradas en silencio, desayunó como otro día cualquiera y luego fue a encontrar la muerte como si se fuese a dar un paseo. ¿Cuando en la historia se ha visto una tragedia tan grande llevada a cabo con este control de uno mismo? La más notable característica de Hitler era su sencillez. Los más complejos problemas se convertían en su mente en unos pocos principios básicos. Sus acciones eran engranadas por ideas y decisiones que podían ser comprendidas por cualquiera. El obrero de Essen, el agricultor, el industrial del Ruhr, y un profesor de universidad podían seguir fácilmente su línea de pensamiento. La enorme claridad de sus razonamientos hacía todo obvio. Su comportamiento y su estilo de vida no cambio un ápice aún cuando se convirtió en el dirigente de Alemania. Vivía y se vestía modestamente. Durante sus días en Munich no se gastaba más de un marco al día en comida. En ningún momento de su vida se gastó algo en si mismo. Nunca en los 13 años que estuvo en la Cancillería llevó una cartera o tenía dinero encima.
Mente privilegiada.
Hitler fue un autodidacta y no lo ocultó en ningún momento. Los engreídos y elegantes intelectuales, sus brillantes ideas empaquetadas como pilas de una linterna, le irritaban a veces. Su conocimiento lo alcanzó gracias a intensos y selectivos estudios, y sabía mucho más que miles de académicos premiados. No creo que nunca alguien leyera más que él. Solía leer un libro al día, empezando siempre por la conclusión y el índice para calibrar el interés de la obra. Tenía la capacidad de extraer la esencia de cada libro y archivarla en su mente enciclopédica. Le he oído hablar sobre complicados libros científicos si ningún error, incluso en los momentos más importantes de la guerra. Su curiosidad por el saber era ilimitada. Estaba familiarizado con las obras de los más diversos autores, y nada era demasiado complejo para su comprensión. Tenía un amplio conocimiento y comprensión sobre Buda, Confucio y Jesucristo, así como de Lutero, Calvino y Savonarola; sobre genios de la Literatura como Dante, Schiller, Shakespeare y Goethe; y sobre escritores analíticos como Renan y Gobineau, Chamberlain y Sorel. Había aprendido Filosofía estudiando a Aristóteles y Platón. Podía citar textos enteros de Schopenhauer de memoria, y por un espacio prolongado llevó consigo una edición de bolsillo de Schopenhauer- Nietzsche le enseño mucho sobre el poder de la voluntad. Su sed de conocimientos era inagotable. Se pasó cientos de horas estudiando las obras de Tácito y Mommsen, de estrategas militares como Clausewitz, de constructores de imperios como Bismarck. Nada escapaba de su cultura: Historia Universal o Historia de las Civilizaciones, el estudio de la Biblia y el Talmud, la filosofía Tomista y todas las obras maestras de Homero, Sofocles, Horacio, Ovidio, Tito y Cicerón. Conocía a Julio el Apóstata como si fuese su contemporáneo. Su conocimiento alcanzaba la mecánica. Sabía como funcionaban las máquinas; comprendía la balística de las armas; y dejó atónitos a los mejores científicos de la medicina con sus conocimientos de biología y medicina. La universalidad del conocimiento de Hitler puede sorprender o enojar a los que lo desconocían, pero es sin embargo un hecho histórico: Hitler fue una de las personas más cultas de este siglo. Muchas veces más que Churchill, una mediocridad intelectual; o que Pierre Laval, con su mero conocimiento superficial de la Historia; o que Eisenhower, que nunca pasó de las novelas de detectives.
El joven arquitecto.
Incluso durante sus primeros años, Hitler era diferente del resto de los niños. Tenía una fuerza interior y era guiado por su espíritu e instintos. Podía dibujar con habilidad cuando tenía sólo once años. Sus primeros dibujos y acuarelas, a la edad de 15, estaban llenas de poesía y sensibilidad. Uno de sus más notables obras de sus primeros tiempos 'Fortress Utopia' (utopía de fortaleza), nos muestra que también fue un artista de una poca común imaginación. Su orientación artística tomó varias formas. Escribió poesía desde que era chico. Dictó una obra entera a su hermana Paula, que se sorprendió por su orgullo. A la edad de 16, en Viena, se embarcó en la creación de una ópera. Incluso diseñó el escenario, así como el vestuario; y, por supuesto, los protagonistas eran héroes wagnerianos. Más que un artista Hitler fue por encima de todo un arquitecto. Cientos de sus obras son notables, tanto por su pintura como por su arquitectura. Podía describir de memoria y con todo detalle la cúpula de una iglesia o las complejas curvas del hierro forjado. Fue, sin duda, su sueño de convertirse en un arquitecto lo que le llevó a Viena a principios de siglo. Cuando uno ve los cientos de dibujos, bocetos y pinturas que creó en dicha época, así como su dominio de las figuras tridimensionales, le parece sorprendente que los examinadores de la Academia de Arte le suspendieran por dos veces consecutivas. El historiador alemán Werner Maser, que no fue precisamente un amigo de Hitler, criticó a sus examinadores: "Todos sus trabajos revelaban un extraordinario conocimiento y dominio de la arquitectura. El constructor del Tercer Reich dio motivos para que la Academia de Artes estuviese avergonzada.". En su cuarto, Hitler siempre tuvo una vieja fotografía de su madre. La memoria de la madre a la que amó estuvo con él hasta el mismo día de su muerte. Antes de morir, el 30 de Abril de 1945, puso la fotografía de su madre frente a él. Ella tenía ojos azules como su hijo y un rostro similar. Su intuición materna le indicó que su hijo era diferente a los demás niños. Actuó como si supiese del destino de su hijo. Cuando murió, se sintió angustiada por el inmenso misterio que rodeaba a su hijo.
Origen humilde.
Durante sus años de juventud Hitler vivió una vida parecida a la de un recluso. Su gran deseo era el de retirarse del mundo. Era una persona reflexiva, en el fondo un solitario, que comía exiguas comidas, pero que devoraba los libros de las tres bibliotecas públicas. Se abstenía de conversaciones y tenía pocos amigos. Era casi imposible imaginarse un destino tal, en el que un hombre que empezó con tan poco llegó a tan altas alturas. Alejandro Magno era el hijo de un rey. Napoleón, miembro de una familia bien, fue general a los 24. Quince años después de Viena Hitler era todavía un total desconocido. Otros miles de personas tuvieron más oportunidades que él de dejar su huella en el mundo. Hitler no se preocupaba mucho de su vida personal. En Viena vivía en una sucia y vieja pensión. Gracias a ello pudo alquilar un piano que ocupaba media habitación, y se concentró en componer su ópera. Vivía de pan, leche y sopa de verduras. Su pobreza era real. Ni siquiera tenía un abrigo. Recorría las ciudades en días de nieve. Transportaba equipaje en la estación de trenes. Pasó muchas semanas en centros de acogida de gente sin hogar. Pero nunca dejó de pintar o escribir. A pesar de su gran pobreza Hitler se las apañó para tener una apariencia aseada. Todos los caseros y caseras de Viena y Munich le recordaban por sus buenas maneras y su gran disposición. Su comportamiento fue intachable. Su cuarto estaba siempre impecable, sus pocas pertenencias siempre ordenadas, y su ropa siempre bien colgada y doblada. Lavaba y planchaba su propia ropa, algo que en esa época poca gente hacía. No necesitaba casi de nada para sobrevivir, y el dinero que sacaba en la venta de sus pinturas era suficiente para obtener todo lo que necesitaba.
En busca del destino.
Impresionado por la belleza de la iglesia del monasterio de los Benedictinos, en la que participaba en su coro y como monaguillo, Hitler soñó por un instante en convertirse en monje Benedictino. Y fue por entonces también, cuando cada vez que atendía a la Misa pasaba por debajo de la primera esvástica que jamás vio: estaba tallada en el escudo de piedra de la puerta de la abadía. El padre de Hitler, un funcionario de aduanas, quiso que el chico siguiese sus pasos. Su tutor le animó a que se convirtiese en monje. Por el contrario Hitler fue, más bien escapó, a Viena. Y allí, frustrado en sus aspiraciones artísticas debido a los mediocres burócratas de la academia, pasó al aislamiento y a la meditación. Perdido en la gran capital del Imperio Austrohúngaro, se dispuso a buscar su destino. Al cumplirse los primeros 30 años de su vida, el 20 de Abril de 1889, el nombre de Hitler no le decía nada a nadie. Había nacido ese día en Baunau, una pequeña ciudad en el valle de Inn. Durante su tiempo en Viena pensó asiduamente en su modesto hogar, y particularmente en su madre. Cuando ésta cayó enferma, volvió a casa para cuidar de ella. Durante semanas la asistió, hizo todas las labores del hogar, y la apoyó como su hijo más querido. Cuando finalmente murió, en Nochebuena, su dolor era inmenso. Abrumado por el pesar, la enterró en el pequeño cementerio. "Nunca he visto a nadie tan abatido por el dolor", dijo el médico de su madre, que curiosamente era judío.
Un alma fuerte.
Hitler no estaba todavía concentrado en la política, pero sin realmente saberlo, esa era la carrera para la que más era llamado a desempeñar. La política se combinaría finalmente con su pasión por el arte. El Pueblo, las masas, serían la arcilla a la que el escultor daría una forma inmortal. La arcilla humana se convertiría para él en un bello trabajo como si se tratase de una de las esculturas de mármol de Myron, de una pintura de Hans Makart o de la trilogía de Wagner. Su amor por la música, arte y arquitectura no le separaron de su vida política y su conciencia social en Viena. Para poder sobrevivir trabajó como un peón codo con codo con otros trabajadores. Era un silencioso espectador, pero nada escapaba de él: ni la vanidad y el egoísmo de la burguesía, ni la pobreza material y moral del Pueblo, ni los cientos de miles de obreros que se agitaban por las anchas avenidas de Viena con el miedo en sus corazones. También se dio cuenta de la creciente presencia en Viena de barbudos judíos con sus caftanes. Algo no visto en Linz. "¿Cómo podían ser ellos alemanes?", se preguntaba a sí mismo. Leyó las estadísticas: en 1860 vivían 69 familias judías en Viena; 40 años después eran 200.000. Estaban en todas partes. Observó su invasión en las universidades y en las profesiones médicas y de leyes, así como el control que tenían sobre los periódicos. Hitler estaba expuesto a las pasionales reacciones de los obreros con respecto a esta influencia, pero los obreros no estaban solos en su infelicidad. Había muchas personas importantes en Viena y Hungría que no ocultaban lo que consideraban una invasión extranjera en su país. El alcalde de Viena, democrático-cristiano y gran orador, era vivamente escuchado por Hitler. Hitler también estaba concienciado por el destino de los ocho millones de alemanes austriacos que estaban separados de Alemania, y por tanto privados de la nacionalidad alemana a la que tenían derecho. Consideraban al Emperador Francisco José como un áspero y mezquino viejo hombre incapaz de solucionar los problemas de esos momentos y las aspiraciones de futuro. Calladamente, el joven Hitler estaba sumando más y más cosas en su mente. Primero: Los austriacos eran parte de Alemania, la Patria común. Segundo: Los judíos eran extranjeros en la comunidad alemana. Tercero: El patriotismo sólo era válido si era compartido por todas las clases. La gente común con la que Hitler compartió dolor y humillación eran la misma parte de la Patria que los millonarios de la alta sociedad. Cuarto: La lucha de clases condenaría, tarde o temprano, tanto a los trabajadores como a los patronos a la ruina del país. Ninguna nación puede sobrevivir a la lucha de clases; sólo la cooperación entre los trabajadores y los patronos puede beneficiar al país. Los trabajadores deben de ser respetados y vivir con decencia y honor. La creatividad nunca debe de ser sofocada. Cuando Hitler después dijo que había formado su doctrina política y social en Viena dijo la verdad. Diez años después, sus observaciones en Viena se convertirían en realidad. De este modo tuvo que vivir Hitler por unos años en la populosa ciudad de Viena como un virtual paria, pero observando silenciosamente cuanto ocurría alrededor suyo. Su fuerza le vino desde dentro. Los hombres excepcionales siempre se sienten solos entre una muchedumbre de gente. Hitler vio en su soledad una magnífica oportunidad para meditar y no para convertirse en alguien que no pensaba. Para no perderse en un estéril desierto, un alma fuerte busca refugio dentro de uno mismo. Hitler poseía un alma así.
La palabra.
La iluminación en la vida de Hitler vendría gracias a la Palabra. Todo su talento artístico sería encauzado gracias a su maestría en la comunicación y la retórica. Hitler nunca concibió las conquistas populares sin el poder de la Palabra. Podía encantar y ser encantado por ella. Conseguía la máxima realización cuando la magia de sus palabras inspiraban el corazón de las masas con las que conversaba. Sentía que volvía a nacer cada vez que comunicaba con mística belleza los conocimientos que había adquirido en su vida. La encantadora retórica de Hitler permanecerá, por mucho tiempo, como amplio objeto de estudio de psicoanalistas. El poder de la palabra de Hitler es la clave. Sin ella, nunca hubiera habido una era Hitleriana.
Fe trascendental.
¿Creía Hitler en Dios? Creía profundamente en Dios. Llamaba a Dios el Todopoderoso, maestro de todo lo que es conocido y desconocido. Los propagandistas describieron a Hitler como un ateo. No lo era. Sentía desprecio por los clérigos hipócritas y materialistas, pero no era el único que así pensaba. Creía en la necesidad de modelos y dogmas teológicos, sin los cuales, decía repetidamente, la gran institución de la iglesia Cristiana se derrumbaría. Estos dogmas chocaban con su inteligencia, pero reconocía que era duro para una mente humana abarcar todos los problemas de la creación, su ilimitada extensión y su imponente belleza. El aprendió que todo humano tenía necesidades espirituales. La canción de un ruiseñor, la forma y color de una flor, le llevaban continuamente a los problemas de la creación. Nadie en el mundo me ha hablado tan elocuentemente acera de la existencia de Dios. No tenía este punto de vista por haber sido educado como un cristiano, sino porque su mente analítica le llevaba al concepto de Dios. La fe de Hitler trascendía de fórmulas y accesorios.
Dios era para él la base de todo, el ordenador de todas las cosas, de su destino y del de todos los demás.
"Dios es el mas grande" León Degrelle.